Gracias, St Vincent. Gracias por moverte como un pequeño robot y por llegar a los agudos como nadie, por tocar el theremin entre espasmos y por hacer crowdsurfing como si no hubiera mañana. Gracias por tus letras tan extrañas y por tirarte por el suelo a jugar con tus pedales sin importarte las medias ni los taconazos, gracias por esa voz de princesa Disney con un lado oscuro. Gracias por esos cataclismos de guitarras y ruido que no se sabe muy bien de donde salen y con los que acabas las canciones, haciéndonos sentir como niños en lo más alto de la montaña rusa. Al borde del abismo.
Y como toda buena montaña rusa, nos has dejado muriéndonos de ganas de repetir.
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